Este blog
me ha dado la oportunidad de compartir algo de conocimiento. Hoy quiero
participar ideas, algo que poco se usa en estos tiempos de noticias efímeras
y de redes sociales, manipulación y falta de criterio. Dudé si compartir el
video o el escrito. En esta época de multimedia tal vez era más fácil imagen y
audio. Pero solo quien se toma la molestia de leer más de cinco líneas podrá disfrutar
como quien se ha tomado la molestia de redactar por largas horas un escrito,
con la ilusión de aportar algo a su comunidad. Cito en comillas al Dr. Alejandro
Gaviria.
“Voy a
comenzar por el principio. Con una historia personal, ya perdida en el tiempo,
en el laberinto de los días. Probablemente no sea completamente fidedigna, pero
así la he querido recordar. Casi todos construimos narrativas convenientes,
historias patrias de nosotros mismos. Somos más narradores que protagonistas de
nuestras vidas. Fabulistas por necesidad. Esta es, entonces, mi historia.
Hacía dos
años había terminado mi carrera de ingeniería civil en la ciudad de Medellín.
Mi primer contacto con el mundo laboral había sido frustrante. Desesperanzador.
Pasaba los días sentado en frente de una pantalla de computador: las letras
verdes brillaban intermitentes, sin descanso sobre un fondo gris. No tenía
mucho qué hacer. Ocupaba la mayoría de mi tiempo en resolver pasatiempos
aritméticos inventados. En fin, un Sísifo de oficina.
Mi falta de
oficio tenía una explicación mundana. Había escrito, durante mis primeras
semanas de trabajo, un breve programa de computador que realizaba
automáticamente la mayoría de mis labores de ingeniero primíparo. Sin
proponérmelo programé mi propia obsolescencia: una maniobra autodestructiva en
la que parece estar empeñada por estos tiempos una fracción de la humanidad.
Pero ese es otro cuento.
Desesperado,
sin muchas opciones laborales, imaginando una existencia kafkiana, un destino
oficinesco, decidí buscar trabajo en Bogotá. Tuve una primera entrevista en una
importante firma constructora. Me fue mal en la peor de las formas posibles: me
ofrecieron el trabajo, una ocupación rutinaria, reiterativa en el aburrimiento.
Tuve, entonces, un momento de rebeldía, una intuición que me cambió la vida.
Ese mismo
día tomé un taxi hacia la Universidad de los Andes. No la conocía. Había oído
rumores vagos sobre su prestigio. Recorrí el campus pensativo, en medio de uno
de esos arrebatos existenciales que me han aquejado desde niño. Tenía la idea
imprecisa de estudiar una maestría en finanzas o administración. Una cosa de
esas. Me decidí por economía por una razón fortuita, azarosa: fue la primera
facultad que encontré en mi deambular aleatorio por este campus. Entre el azar
y la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante. “La vida se
encarga después de esclerotizar las cosas”, decía mi maestro Antonio Tabucchi.
Me inscribí
en la maestría de economía a finales de 1989. Esta universidad me cambió la
vida. Pasaron 15 años entre ese primer momento fortuito (mi paseo aleatorio por
el campus) y mi nombramiento como decano. Y 30 años entre ese día y esta tarde
en la que, ante ustedes, agradecido, sorprendido todavía, intento expresar la
extrañeza, la improbabilidad de todo esto.
La vida
está llena de accidentes tumultuosos, de destinitos fatales o propicios. Cuando
pienso en toda la suerte que he tenido, en los accidentes sucesivos que me han
traído hasta esta ceremonia, me asalta siempre la misma idea: la necesidad
existencial de la gratitud. Esta tarde quisiera inicialmente expresar mi
agradecimiento afectuoso con algunos de mis profesores y colegas uniandinos,
con Manuel Ramírez que en paz descanse, Juan Carlos Echeverry, Samuel
Jaramillo, Fabio Sánchez, Ana María Ibañez, Raquel Bernal, Juan Camilo
Cárdenas, Elvira María Restrepo, Tatiana Andia, Carlos Angulo, Pepe Toro y
Pablo Navas, entre muchos otros.
******
Asumo la
rectoría en un momento paradójico. No podemos negar el avance silencioso y
persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las
guerras y las muertes por enfermedades transmisibles. En los últimos 30 años,
por ejemplo, el progreso material de Colombia ha sido notable. Parcial,
incompleto, desigual e insuficiente, pero notable de todos modos.
He dedicado
una parte de mi vida académica a escudriñar el cambio social, a intentar, en la
medida de lo posible, una descripción veraz de la cambiante realidad social de
nuestro país. Sigo creyendo que uno de los objetivos de la academia es combatir
las versiones simplistas y estridentes del cambio social que promueven, por
terquedad u oportunismo, políticos y comunicadores. He defendido la necesidad
de visibilizar el cambio social. Lo seguiré haciendo.
Pero no
todo está bien con el mundo. Son muchas las amenazas y los problemas. Vivimos
un momento de definiciones, una época peligrosa. Las señales de declive son
muchas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario,
el despertar del nacionalismo fascista, la pérdida de confianza en las
instituciones y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo,
como un desafío existencial para la humanidad. Pareciera, como dijo alguien,
que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza
cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes
de llegar al precipicio.
Ante las
tendencias autodestructivas, la universidad no puede permanecer indiferente, no
puede encerrarse en sus prerrogativas, no puede refugiarse en una concepción
aséptica del conocimiento, no puede aislarse de los grandes debates de la
sociedad. Por el contrario, la universidad debe ser activista, democráticamente
activista, a veces, incluso, desafiantemente activista.
La
universidad debe ir más allá de la indignación que reniega de todo por
principio y el cinismo que niega la posibilidad de cualquier cambio por
indiferencia o conveniencia. La universidad debe ser un ejemplo, un paradigma
si se quiere, de la construcción legítima de respuestas (siempre parciales) a
nuestros problemas más urgentes.
La universidad
debe combatir las mentiras convenientes, las ideologías engañosas y los
discursos de odio. El ensimismamiento no es una alternativa. No ahora cuando
buena parte de los líderes globales insisten en despreciar el conocimiento,
atacar a los expertos y negar los hechos del mundo. Al anti-intelectualismo
ramplón, la universidad debe contraponer la importancia de las ideas y la
creación, no solo como meros instrumentos, sino como uno de los fines más
loables de la humanidad
La
universidad debe ser el lugar donde se debaten las verdades incómodas. “Toda la
dignidad de la Universidad reside en su capacidad de decir verdades duras pero
lúcidas”, escribió uno de nuestros fundadores, Francisco Pizano de Brigard hace
50 años. Quiero mencionar algunas de esas verdades: la creciente
institucionalización de la demagogia, las insalvables tensiones entre progreso
material y sostenibilidad, las trampas de la meritocracia, las falsas promesas
de la medicina moderna, la explotación política de la corrupción y del
bienestar de los niños, la insuficiencia de las instituciones globales para
enfrentar los grandes problemas de acción colectiva, etc.
Las
verdades incómodas no solo conciernen al mundo exterior. Atañen también al
mundo universitario. Por coherencia, al menos, la crítica social no puede
prescindir de la autocrítica. Existen otras tantas verdades incómodas sobre la
universidad moderna: su papel en la perpetuación de ciertos privilegios, la
falta de curiosidad por el mundo, la excesiva especialización, la obsesión con
los rankings y la transformación de la investigación en una actividad
industrial (“aquí nadie lee porque todo el mundo está muy ocupado en escribir
artículos que nadie lee”, decía uno de mis colegas economistas en un momento de
candidez).
En suma, mi
punto es uno solo: la universidad debe ser el ámbito propicio en el cual la
sociedad (y la misma comunidad universitaria) se mire y se reconozca en el
espejo de sus propias faltas.
*****
No quiero
atiborrarlos con mis planes como rector. Ya habrá tiempo para ello. Quiero, eso
sí, plantear unas ideas panorámicas sobre el futuro de nuestra universidad. Mi
visión de la Universidad de los Andes es simple. Contiene algunas tensiones
evidentes. Esconde ciertas contradicciones. Pero puede darnos, eso creo, las
luces necesarias para recorrer el camino brumoso de la rutina diaria. Quiero
resumirla en cinco puntos que representan, en conjunto, lo que podríamos llamar
una visión moral.
El primero
punto es la “pluralidad”, esto es, la necesidad de promover diferentes ideas
del cambio social y de inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia
crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo. En
palabras del educador estadounidense William Deresiewicz, debemos formar
líderes, pero también personas que cuestionen el poder, no solo a quienes
compitan por él.
El segundo
punto es la “diversidad socioeconómica”, una ambición antigua de esta
universidad, un propósito sempiterno, pero no plenamente realizado. La
universidad debe mitigar las diferencias sociales, no amplificarlas. Debe ser
un instrumento de movilidad social, no de perpetuación de los privilegios. Los
esfuerzos recientes al respecto, que han desvelado a mis antecesores, tendrán
que consolidarse y profundizarse. No será fácil por supuesto.
El tercero
punto es la “sostenibilidad”. Primero está la obligación que tenemos como
comunidad universitaria de cuidar el medio ambiente, dar ejemplo y practicar lo
que predicamos. Pero está también la responsabilidad (preponderante, diría) de
promover los debates éticos sobre el cambio climático, la deforestación y las
fumigaciones. El año entrante, tendremos, en este mismo auditorio, una cátedra
sobre sostenibilidad ambiental y consideraciones éticas. Seré uno de los
profesores.
El cuarto
punto concierne a la investigación y a la creación, lo quiero llamar
“compromiso”. Nuestros esfuerzos creativos y de investigación deben hacer parte
de una conversación global, de un intercambio permanente con nuestros colegas
en el mundo entero, pero deben al mismo tiempo abordar nuestros problemas
cotidianos y nuestros desafíos de largo plazo. Deben tocar nuestra realidad y
tratar de cambiarla. Debemos acercarnos más a la universidad pública. La universidad
debe participar activamente, con sus voces plurales, contradictorias si se
quiere, en los debates sobre los grandes asuntos nacionales.
Por último,
está la “innovación”. La robotización, las nuevas tecnologías de comunicación,
los avances en la teoría del aprendizaje, así como los cambios demográficos y
culturales, convierten a la innovación en un imperativo. Las mejores
universidades, estoy seguro, no solo sobrevivirán, prevalecerán. Pero los
cambios serán muchos. La innovación educativa se ha convertido en una necesidad
existencial.
En suma, La
Universidad de los Andes debe ser un ejemplo de diversidad, sostenibilidad y
apertura intelectual, debe profundizar sus nexos globales y su influencia
local, y debe, al mismo tiempo, mantener su capacidad de innovar y
transformarse desde adentro.
Todo ello
con apego al énfasis humanístico, a la educación liberal que ha sido enfatizada
por todos mis antecesores. “La universidad –escribió uno de nuestros primeros
rectores—tiene necesariamente la misión de formar una persona más universal,
capaz de aproximarse a la vida con inteligencia, destreza y capacidad de
pensar, antes de que entre atolondradamente a manejar los instrumentos de
precisión de su carrera”. Esa es nuestra herencia imprescindible, la herencia
humanista. Ese será mi énfasis.
Empiezo
como terminé este discurso, dando las gracias al Consejo superior por la
confianza, a los profesores, estudiantes y administradores por el apoyo, a
Carolina, Marianita, Tommy, mis papás y mis hermanos por el amor de todos los
días y a mis amigos y compañeros de lucha, muchos de ellos aquí presentes, por
el afecto y la solidaridad. Los quiero mucho. La vida, con sus conexiones
imprevisibles y sus giros irónicos, me dio una segunda oportunidad y me trajo
hasta este destino soñado, pero reprimido largamente por mi temor casi
primordial a las expectativas frustradas, a la difícil tarea de disculpar
ilusiones; la vida, decía, me trajo hasta aquí de manera imprevisible. Asumo mi
responsabilidad con emoción, gratitud y la mejor voluntad del mundo. Trataré en
cada momento de hacer lo que toca por el bien de la universidad, la comunidad
uniandina y el país entero.
Un abrazo
fuerte a todos de todo corazón.
Alejandro Gaviria
Uribe”
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